domingo, 17 de febrero de 2008

EL CONTRATO SOCIAL, LIBRO PRIMERO. RESUMEN

Libro primero

Pretendo investigar si dentro del orden civil, y considerando a los hombres tal y como son y a las leyes tal y como pueden ser, existe alguna fórmula de administración tan legítima como segura. Trataré para ello, en este estudio, de mantener en armonía constante lo que el derecho permite con lo que el interés prescribe a fin de que la justicia y la libertad no resulten divorciadas.
Entro en materia sin probar la importancia de mi tema. Si se me preguntara si soy príncipe o legislador para escribir de política, respondería que no, y que precisamente por no serlo, lo hago; si lo fuera, no perdería mi tiempo en aconsejar lo que habría que hacer; lo haría o me callaría.
Ciudadano de un estado libre y miembro del poder soberano, por débil que sea la influencia que mi voz pueda ejercer en los negocios públicos, el derecho que tengo a votar me impone el deber de instruirme. ¡Me consideraré feliz tantas veces cuanto el hecho de meditar sobre las distintas formas de gobierno me procure encontrar siempre en mis investigaciones nuevas razones para amar más al de mi país!

Capítulo 1. Objeto de este libro

El hombre ha nacido libre y, sin embargo, vive en todas partes encadenado. Incluso el que se considera amo no deja de ser menos esclavo por ello de los demás. ¿Cómo se ha operado este cambio? ¿Qué es lo que puede imprimirle cierto sello legítimo? Creo poder resolver esta cuestión.
Si no atendiese más que a la fuerza y a los efectos que de ella derivan, diría: "En tanto que un pueblo está obligado a obedecer y obedece, hace bien; tan pronto como puede sacudir el yugo, y lo sacude, actúa mejor todavía, pues recobrando su libertad con el mismo derecho con que le fuera escamoteada. Prueba que fue creado para su disfrute. De lo contrario, no fue jamás digno de disfrutarla". Pero el orden social supone un derecho sagrado que sirve de base a todos los otros. Sin embargo, ese derecho no es un derecho natural: se funda en convenciones. Tratase, pues, de saber cuáles son dichas convenciones. Pero antes de llegar a este punto debo dejar bien sentado lo que acabo de anticipar.

Capítulo 2. De las primeras sociedades

La más antigua de todas las sociedades, y la única natural, es la familia. No obstante, los hijos no permanecen ligados al padre más que durante el tiempo que ellos necesitan de su cuidado para conservarse. Tan pronto como esta necesidad acaba, este lazo natural queda disuelto. Los hijos, exentos de la obediencia que debían al padre, y éste exento de los cuidados que debía a los hijos, entran todos a gozar igualmente de cierta independencia. Si continúan juntos, no es ya forzosa y naturalmente, sino voluntariamente, y la familia misma no pervive más que por convención.
Esta libertad común es una consecuencia de la naturaleza del hombre. Su primera ley es velar por su propia conservación; sus primeros cuidados son los que se debe a él mismo. Llegado a la edad de la razón, siendo el juez exclusivo de los medios adecuados para conservarse, se convierte, por tanto en su propio dueño.
La familia es, por tanto, si se quiere, el primer modelo de las sociedades políticas: el jefe es la imagen del padre; el pueblo, la de los hijos, y todos, habiendo nacido iguales y libres, no alienan su libertad más que por cierta utilidad. Toda la diferencia radica en que, en la familia, el amor del padre hacia sus hijos le recompensa de los cuidados que les dispensa, en tanto que en el Estado es un placer de mandar lo que reemplaza a ese amor que el jefe no siente por sus pueblos.
Grocio niega que el poder humano se haya establecido en beneficio de sus gobernados, y cita como ejemplo la esclavitud. Su constante manera de razonar es la de establecer siempre el hecho como fuente del derecho. Podría emplearse un método más consecuente, pero no más favorable a los tiranos.
Resulta, pues, dudoso, según Grocio, saber si el género humano pertenece a un centenar de hombres o si ese centenar de individuos pertenece al género humano. Y, según se desprende de su libro, parece inclinarse por la primera opinión. Tal era también criterio de Hobbes. Queda así la especie humana dividida en rebaños, cuyos jefes los guardan para devorarlos.
Como un pastor es de superior naturaleza a la de su rebaño, los pastores de hombres, es decir, los jefes, son igualmente de naturaleza superior a sus pueblos. Así razonaba, de acuerdo con Filón, el emperador Calígula, concluyendo, por analogía, que los reyes eran dioses, o que los hombres eran bestias.
El argumento de calígula, corresponde al de Hobbes y Grocio. Aristóteles, antes que ellos, había dicho también que los hombres no son naturalmente iguales, pues unos nacen para la esclavitud y otros para la dominación.
Aristóteles tenía razón, aunque tomaba el efecto por la causa. Todo hombre nacido esclavo nace para la esclavitud; nada más cierto. Los esclavos pierden todo en su cárcel, inclusive el deseo de su libertad: aman la servidumbre como los compañeros de Ulises amaban su embrutecimiento. Si existen, pues, esclavos por naturaleza es porque ha habido esclavos contra naturaleza. La fuerza hizo los primeros; su vileza les perpetuó.
Nada he dicho del rey Adán ni del emperador Noé, padre de tres grandes monarcas que se repartieron el universo, como fueron los hijos de Saturno, ha quienes se ha supuesto reconocer en ellos. Espero que se me reconozca la modestia, pues descendiendo de uno de esos tres príncipes, probablemente de la rama principal, ¿Quién puede oponerse a que, verificando títulos, me convirtiera al instante en el legítimo rey del género humano? Sea como fuere, hay que convenir en que Adán fue soberano del mundo, como Robinsón de su isla, mientras lo habitó solo, existiendo en este imperio la ventaja de que el monarca, seguro de su trono, no tenía porque temer rebeliones, guerras ni conspiradores.

Capítulo 3. Del derecho del más fuerte

El más fuerte no lo es siempre demasiado para ser constantemente amo y señor, si no transforma su fuerza en derecho y la obediencia en deber. De ahí el derecho del más fuerte, tomado irónicamente en apariencia y realmente establecido en principio. ¿Podrá explicársenos alguna vez esta frase?... La fuerza es una potencia física; yo no veo que la moralidad pueda resultar de sus efectos. Ceder a la fuerza es un acto de necesidad, no de voluntad; todo lo más, puede ser de prudencia. ¿En que sentido, pues, puede ser un deber?
Aceptemos por un momento ese pretendido derecho. Yo aseguro que de él resulta un galimatías inexplicable. Pues si la fuerza constituye un derecho, como el efecto cambia con la causa, toda fuerza superior a la primera modificará el derecho. Desde que se puede desobedecer impunemente, puede hacerse legítimamente, y puesto que el más fuerte tiene siempre razón, de lo que se trata, por consiguiente, es de procurar serlo. ¿Qué es, pues, un derecho que desaparece cuando la fuerza cesa? Si es preciso obedecer por fuerza, no es necesario obedecer por deber, y si la fuerza desaparece, la obligación cesa. Resulta, por consiguiente, que la palabra derecho no añade nada a la fuerza y no significa aquí nada en absoluto.
Obedeced a los poderes. Si esto quiere decir: cede a la fuerza, el precepto es bueno, aunque resulte superfluo. Respondo de que no será jamás violado. Todo poder emana de Dios, debo reconocerlo; pero toda enfermedad proviene de Dios también. ¿Estará por ello prohibido recurrir al médico? Si un bandido me sorprende en una selva, ¿estaré, no sólo por la fuerza, sino aun pudiendo evitarlo, obligado en conciencia a entregarle mi bolsa? Porque, en fin, la pistola que él tiene es un poder.
Convengamos, pues, que la fuerza no hace al derecho, y que no estamos obligados a obedecer más que a los poderes legítimos. Así, mi primera cuestión queda todavía en pie.

Capítulo 4. De la esclavitud

Puesto que ningún hombre tiene autoridad natural sobre su semejante, y puesto que la fuerza no constituye derecho alguno, quedan sólo las convenciones como base de toda autoridad legítima entre los hombres.
"Si un individuo - dice Grocio - puede alienar su libertad y hacerse esclavo de un amo, ¿Por qué un pueblo entero no ha de poder alienar la suya y convertirse en esclavo de un rey?" Hay en esta frase algunas palabras equívocas que necesitarían explicación, pero detengámonos sólo en la de alienar. Alienar es ceder o vender. Ahora bien, un hombre que se hace esclavo de otro no se entrega; se vende, eso sí, para atender a su subsistencia; pero un pueblo, ¿por qué es por lo que se vende? Un rey, lejos de proporcionar la subsistencia a sus súbditos, extrae de ellos la suya, y, según Rabelaís, un rey no vive con poca cosa. ¿Los seres ceden, pues, sus personas a condición de que se les quite también su bienestar? No sé qué es lo que les queda por conservar.
Se dirá que el déspota asegura a sus súbditos la tranquilidad civil. Sea; ¿pero qué ganan con ello, si las guerras que su ambición ocasiona, si su insaciable avidez y las vejaciones de su ministerio les arruinan más que sus disensiones? ¿Qué ganan, si esa misma tranquilidad representa una de sus miserias? Se vive tranquilo también en los calabozos, pero ¿es eso estar o vivir bien? Los griegos encerrados en el antro de Cíclope vivían tranquilos, esperando simplemente el turno para ser devorados.
Decir que un hombre se da a otro gratuitamente es afirmar algo absurdo e inconcebible: tal acto sería ilegítimo y nulo, por la razón única de que el que lo realiza no está en su sano juicio. Decir otro tanto de un país es suponer que un pueblo de locos y la locura no crean derecho.
Aun admitiendo que el hombre pudiera alienarse a sí mismo, no puede alienar a sus hijos, nacidos para ser hombres y libres. Su libertad les pertenece, sin que nadie tenga derecho a disponer de ella.
Antes que estén en la razón puede el padre, en nombre de ellos, estipular condiciones para asegurar su conservación y bienestar, pero no darlos irrevocable e incondicionalmente, pues semejante acto sería contrario a los fines de la naturaleza y traspasaría el límite de los derechos de la paternidad. Sería, pues, necesario, para que un gobierno arbitrario resultara legítimo, que a cada generación el pueblo fuese dueño de admitir o rechazar su sistema, y en tal caso este gobierno dejaría de ser arbitrario.
Renunciar a su libertad es renunciar a su condición de hombre, a los derechos de la Humanidad e incluso a sus deberes. No hay compensación alguna posible para quien renuncia a todo. Semejante renuncia es incompatible con la naturaleza del hombre: despojarse de su libertad equivale a despojarse del ser moral. En fin, es una convención fútil, y contradictoria estipular de una parte una autoridad absoluta y de la otra una obediencia sin límites. ¿No es claro que a nada se siente uno obligado frente a aquel al que hay derecho a exigirle todo? Y esta sola condición, sin equivalente, sin reciprocidad, ¿no lleva consigo la nulidad del acto? ¿Qué derecho podrá tener mi esclavo frente a mí, si todo lo que posee me pertenece, y siendo, por tanto, su derecho el mío, tal derecho frente a mí se convertiría en palabra sin ningún sentido?
Grocio y otros como él ven el la guerra otro origen del presunto derecho a la esclavitud. Teniendo el vencedor, según ellos, el derecho a matar al vencido, puede éste comprar su vida al precio de su libertad; convención tanto más legítima cuando más redunda en provecho de los dos.
Pero es un hecho que ese presunto derecho a matar a los vencidos no resulta en modo alguno del estado de guerra. Por esta razón los hombres vivos en su relativa independencia no tenían entre ellos relaciones suficientemente constantes para constituir ni el estado de paz ni el estado de guerra, y no eran, por tanto, naturalmente enemigos.
La relación de las cosas, y no la de los hombres, es la que constituye la guerra, y ese estado no puede nacer de simples relaciones personales, sino solamente de relaciones reales. La guerra privada de hombre a hombre no puede existir ni en el estado natural, en el que no hay propiedad constante, ni en el estado social, donde todo se encuentra bajo la autoridad de las leyes.
Los combates particulares, los duelos, las riñas, son actos que no constituyen estado, y en cuanto a las guerras privadas, autorizadas por las ordenanzas de Luis IX, rey de Francia, y suspendidas por la paz de Dios, no son más que abusos del gobierno feudal, sistema absurdo si tal puede llamarse, contrario a los principios del derecho natural y a toda buena política.
La guerra no es, pues, una relación de hombre a hombre, sino una relación de Estado a Estado, en la cual los individuos son enemigos accidentalmente, no como hombres ni como ciudadanos, sino como soldados; no como miembros de la patria, sino como sus defensores. Por último un estado no puede tener por enemigo sino a otros Estados, y no a hombres, pues no pueden fijarse auténticas relaciones entre cosas de distinta naturaleza.
Este principio resulta conforme con las máximas establecidas de todos los tiempos y con la práctica constante de todos los pueblos civilizados. Las declaraciones de guerra son advertencias dirigidas a los ciudadanos más que a las potencias. El extranjero, sea rey, particular o pueblo, que mata o detiene a los súbditos de un país sin declarar la guerra al príncipe, no es un enemigo, sino un bandolero. Aun en plena guerra, un príncipe justo puede apoderarse, en país enemigo de todo lo que pertenezca al Estado, pero respetará a la persona, los derechos sobre los cuales se fundan los suyos. Teniendo la guerra como fin la destrucción del Estado enemigo, hay derecho a matar a los defensores en tanto estén con las armas en las manos, pero en cuanto las entregan y se rinden dejan de ser enemigos o instrumentos del enemigo, y recuperan su condición de simples hombres y el derecho a la vida. A veces se puede destruir un Estado sin matar a uno solo de sus miembros: la guerra no da ningún derecho que no sea necesario a sus fines. Estos principios no son los de Grocio, ni están basados en la autoridad de los poetas; proceden de la naturaleza misma de las cosas y están fundados en la razón.
Por lo que se refiere al derecho de conquista, no tiene él otro fundamento que la ley del más fuerte. Si la guerra no da al vencedor el derecho de asesinar a los pueblos vencidos, no puede darle tampoco el de someterlos a la esclavitud. No hay derecho a matar al enemigo más que cuando no se le puede convertir en esclavo; luego este derecho no proviene del derecho a matarlo: únicamente un cambio en el cual se le otorga la vida, sobre la cual no se tiene derecho, al precio de su libertad; estableciendo, pues, el derecho de vida y muerte sobre el derecho de esclavitud, y éste, a su vez, sobre aquél, ¿es o no evidente que se cae en un círculo vicioso?
Mas, aun admitiendo ese horrible derecho a matar, afirmo que un esclavo hecho en la guerra o un pueblo conquistado no está obligado a nada con el vencedor, a excepción de obedecerle mientras a ello se sienta forzado. Tomando el equivalente de su vida, el vencedor no le ha concedido ninguna gracia: en ves de suprimirlo sin ningún provecho, lo ha matado útilmente. Lejos, pues, de haber obtenido sobre él libertad alguna, el estado de guerra subsiste entre ellos al igual que antes, y sus mismas relaciones son el efecto, pues el uso del derecho de guerra no supone ningún tratado de paz. Habrán celebrado un convenio, pero éste, lejos de suprimir un estado, supone su continuidad.
Así, cualquiera que sea el punto de vista desde el que se le considere, el derecho de esclavitud es nulo, no sólo por ilegítimo, sino por absurdo y porque realmente no significa nada. Las palabras esclavo y derecho son contradictorias y se excluyen recíprocamente. Ya sea de hombre a hombre o de hombre a pueblo, el siguiente razonamiento será siempre igual de insensato: "Celebro contigo un contrato en el cual todos los deberes están a tu cargo y todos los beneficios a mi favor, el cual observaré mientras a mí me plazca, y tú durante el tiempo que yo lo desee".

Capítulo 5. Necesidad de retroceder a una convención primitiva

Ni aun concediéndoles todo lo que hasta aquí he refutado lograrían progresar más los fautores del despotismo. Habrá siempre una gran diferencia entre someter una multitud y regir una sociedad. Que muchos o pocos hombres, cualquiera sea su número, estén sojuzgados a uno solo, yo sólo veo en una sociedad un señor y unos esclavos, jamás un pueblo y su jefe; representarán en todo caso una agrupación, pero nunca una asociación, porque no hay ni bien público ni una entidad política. Ese hombre, aunque haya sojuzgado a medio mundo, no es realmente más que un particular; su interés, separado del de los demás, será siempre un interés privad. Si llega a perecer su imperio tras él, se dispersará y permanecerá sin unión ni coherencia, como un roble se destruye y cae convertido en montón de cenizas, una vez que el fuego lo ha consumido.
Un pueblo, dice Grocio, puede darse a un rey. Según Grocio, ese pueblo existe antes y como consecuencia de poder darse a un rey. Ese don representa, pues, un acto civil, desde el momento que supone una liberación pública. Antes de examinar el hecho por el cual un pueblo elige a un rey sería conveniente estudiar el acto por el cual un pueblo se siente pueblo, ya que siendo este acto necesariamente anterior al otro, es el verdadero fundamento de la sociedad.
En efecto, si no hubiera una convención anterior, ¿dónde estaría la obligación, a menos que la elección fuese unánime, de los menos a someterse a la decisión de los más? Y, ¿con qué derecho, mil que quieren un amo disponen de diez que no lo quieren? La ley de las mayorías en los sufragios es ella misma fruto de una convención anterior que supone, por lo menos una vez, unanimidad.

Capítulo 6. Del pacto social

Supongo a los hombres recién llegados al punto en que los obstáculos que impiden su conservación en el estado natural superan a las fuerzas que cada individuo puede emplear para mantenerse en dicho estado. Entonces ese estado primitivo no puede subsistir, y el género humano perecería si no variara de manera de ser.
Ahora bien, como los hombres no pueden engendrar nuevas fuerzas, sino unir y dirigir solamente las que existen, no tienen otro medio para conservarse que el formar, por agregación, una suma de fuerzas capaz de superar la resistencia, ponerlas en juego con un solo fin y hacerles obrar de mutuo acuerdo.
Esa suma de fuerzas no puede nacer sino del concurso de muchos; pero, constituyendo la fuerza y la libertad de cada hombre los principales instrumentos para su conservación, ¿cómo podría él comprometerlos sin justificarse ni descuidar las obligaciones que tiene para consigo mismo? Esta dificultad, volviendo a mi tema, puede enunciarse en los términos siguientes:
"Cómo encontrar una forma de asociación que defienda y proteja, con la fuerza común, la persona y los bienes de cada asociado, y por la cual cada uno, uniéndose a todos los demás, no obedezca más que a sí mismo y permanezca, por tanto, tan libre como antes" He aquí el problema fundamental cuya solución proporciona el contrato social.
Las cláusulas de este contrato están de tal suerte determinadas por la naturaleza del acto, que la menor modificación en ellas las haría inútiles y sin efecto; de manera que, aunque no hayan sido jamás formalmente enunciadas, resultan en todas en todas partes las mismas, así como tácitamente reconocidas y admitidas, hasta tanto que, violado el pacto social, cada cual recobra sus primitivos derechos y recupera su libertad natural al perder la condicional por la cual había renunciado a la primera.
Estas cláusulas, suficientemente estudiadas, se reducen a una sola, a saber: la alienación total de cada asociado con sus innegables derechos a toda la comunidad. Pues, primeramente, dándose por completo cada uno de los asociados, la condición es igual para todos; siendo igual, ninguno tiene interés en hacerla gravosa para los demás.
Además, efectuándose la alienación sin reservas, la unión resulta tan perfecta como puede serlo, sin que ningún asociado tenga nada que exigir, pues si quedasen algunos derechos a los particulares, como no habría ningún superior común que pudiera dirigir entre ellos y el público, juez, pretendería en seguida serlo en todo; en consecuencia, el estado natural subsistiría y la asociación convertiríase fatalmente en tiránica e inútil.
En fin, dándose cada individuo a todos, no se da a nadie, y como no hay un asociado sobre el cual no se adquiera el mismo derecho que se cede, se gana la equivalencia de todo lo que se pierde y mayor fuerza para conservar lo que se tiene. Si se descarta, pues, del pacto social lo que no constituye su esencia, encontraremos que el mismo se reduce a los términos siguientes: "Cada cual pone en común su persona y su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general, y cada miembro es considerado como parte indivisible del todo"
Al instante, este acto de asociación transforma la persona particular de cada contratante en un ente normal y colectivo, compuesto de tantos miembros como votos tiene la asamblea, la cual recibe de este mismo acto su unidad, su yo común, su vida y su voluntad. La persona pública que así se constituye, por la unión de todas las demás, tomaba en otro tiempo el nombre de ciudad y hoy el de república o cuerpo político, el cual es denominado Estado cuando es activo, potencia en relación a sus semejantes. En cuanto a los asociados, éstos toman colectivamente el nombre de pueblo y particularmente el de ciudadanos, como partícipes de la autoridad soberana, y el de súbditos por estar sometidos a las leyes del Estado. Pero estos términos se confunden a menudo, tomándose el uno por el otro; basta saber distinguirlos cuando son empleados con absoluta precisión.

Capítulo 7. Del soberano

Se ve por esta fórmula que el acto de asociación implica un compromiso recíproco del público con los particulares y que cada individuo, contratando, por decirlo así, consigo mismo, se halla comprometido bajo una doble relación, a saber: como miembro del soberano para con los particulares y como miembro del Estado para con el soberano. Pero no puede aplicarse en este caso el principio de derecho civil según el cual los compromisos contraídos consigo mismo no crean ninguna obligación, porque hay una gran diferencia entre obligarse consigo mismo y obligarse con un todo al cual se pertenece.
Preciso resulta advertir también que la deliberación pública, que puede obligar a todos los súbditos para con el soberano, a causa de las dos diferentes relaciones bajo las cuales cada uno de ellos es considerado, no puede, por la razón contraria, olvidar al soberano para consigo, siendo, por consiguiente, contrario a la naturaleza del cuerpo político que el soberano se imponga una ley que no pueda quebrantar. No pudiendo considerarse sino bajo una sola relación, es como el caso de un particular que contrata consigo mismo; por lo cual se ve que no hay ni puede haber especie alguna de ley fundamental obligatoria para el cuerpo del pueblo, ni aun el mismo contrato social. Esto no significa que este cuerpo no pueda perfectamente comprometerse con otros, en cuanto no deroguen el contrato; pues, con relación al extranjero, conviértese en un ser simple, en un individuo.
Pero derivando el cuerpo político o el soberano su existencia únicamente de la legitimidad del contrato, no puede obligarse jamás, ni aun con los otros, a nada que derogue ese acto primitivo, tal como alienar una parte de sí mismo o someterse a otro soberano. Violar el acto por el cual existe sería aniquilarse, y lo que no es nada, nada produce.
Desde que esta multiplicidad se constituye en un cuerpo, no se puede actuar sobre éste sin que sus miembros se resientan. Así, el deber y el interés obligan igualmente a las dos partes contratarse a ayudarse mutuamente, y los mismos hombres, individualmente, deben tratar de reunir, bajo esta doble relación, todas las ventajas que de éstas se deduzcan.
Además, estando formado el cuerpo soberano por los particulares, no tiene ni puede tener interés contrario al de ellos; por consiguiente, la soberanía no tiene necesidad de dar ninguna garantía a los súbditos, ya que es imposible que el cuerpo quiera perjudicar a todos sus miembros. Más adelante veremos que no puede dañar a ninguno en particular. El soberano, por la sola razón de serlo es siempre lo que debe ser.
Pero no resulta así por lo que se refiere a los súbditos respecto del soberano, al cual, a pesar del interés común, nada podría responderle de sus compromisos si no encontrase medios de asegurarse su fidelidad.
En efecto, cada individuo puede, como hombre, tener una voluntad contraria o desigual a la voluntad general que le distingue como ciudadano. Su propio interés puede aconsejarle de manera completamente distinta de la que le indica el interés común; su existencia absoluta y naturalmente independiente puede colocarle en franca oposición con lo que debe a la causa común como contribución gratuita, cuya pérdida sería menos perjudicial a los otros que oneroso el pago para él, y considerando la persona moral que constituye el Estado como ente de razón - ya que él no es un hombre -, gozaría de los derechos del ciudadano sin querer cumplir o llenar los deberes de súbdito, la injusticia cuyo progreso supondría la ruina del cuerpo político.
A fin de que este pacto social no resulte una fórmula vana, encierra tácitamente el compromiso, que por sí solo puede dar fuerza a los otros, de que cualquiera que rehúse obedecer a la voluntad general será obligado a ello por todo el cuerpo, lo cual no significa otra cosa que se le obligará a ser libre, pues tal es la condición que, otorgando cada ciudadano a la patria, le garantiza contra toda dependencia personal, condición que supone el artificio y el juego del mecanismo político y que es la única que legítima las obligaciones civiles, las cuales, sin ella, serían absurdas y tiránicas, y quedarían sujetas a los mayores abusos.

Capítulo 8. Del estado civil

La transición del estado natural al estado civil produce en el hombre un cambio muy notable, sustituyendo en su conducta la justicia al instinto y dando a sus acciones la moralidad de que carecían en principio. Es entonces cuando, sucediendo la voz del deber al impulso físico y el derecho al apetito, el hombre, que antes no había considerado ni tenido en cuenta más que su persona, se ve obligado a obrar basado en distintos principios, consultando a la razón antes de prestar oído a sus inclinaciones. Aunque se prive en este estado de muchas ventajas naturales, gana, en cambio, otras tan grandes, sus facultades se ejercen y desarrollan, sus ideas se extienden, sus sentimientos se ennoblecen, su alma entera se eleva a tal punto que, si los abusos de esta nueva condición no le desagradasen a menudo hasta colocarle en una situación inferior a aquella en que antes se encontraba, debería bendecir sin cesar el dichoso instante en que la dejó para siempre y en que, de animal estúpido y limitado, se convirtió en un ser inteligente, en hombre.
Reduciendo nuestro planteamiento a términos fáciles y el derecho ilimitado a todo cuanto desee y pueda alcanzar, ganando, en cambio, la libertad civil y la propiedad de lo que posee. Para no equivocarse acerca de estas compensaciones, es preciso distinguir la libertad natural, que tiene por límites las fuerzas individuales de la libertad civil, circunscrita por la voluntad general, y la posesión que no es otra cosa que el efecto de la fuerza o el derecho del primer ocupante, de la propiedad, que no puede fundarse sino en un título positivo.
Se podría añadir a lo que precede la adquisición de la libertad moral, que si por sí sola hace al hombre verdadero dueño de sí, ya que el impulso del apetito constituye la esclavitud, en tanto que la obediencia a la ley es la libertad. Pero he dicho demasiado en este artículo, ya que averiguar el sentido filosófico de la palabra libertad no es en este caso mi propósito.

Capítulo 9. Del dominio real

Cada miembro de la comunidad se da a ella en el momento que se forma, tal cual se encuentra en dicho instante, con todas sus fuerzas, de las cuales forman parte sus bienes. Solamente por este acto la posesión cambia de naturaleza al cambiar de manos, convirtiéndose en propiedad en las del soberano; pero como las fuerzas de la sociedad son incomparablemente mayores que las de un individuo, la posesión pública es también de hecho más fuerte e irrevocable, sin ser legítima, al menos para los extranjeros, pues el Estado, tratándose de sus miembros, es dueño de sus bienes por el contrato social, el cual sirve de base a todos los derechos, sin serlo, sin embargo, con relación a las otras potencias sino por el derecho de primer ocupante que deriva de los particulares.
El derecho de primer ocupante, aunque es más real que el de la fuerza, no es verdadero derecho sino después que se establece el derecho de propiedad. Cualquier hombre tiene naturalmente derecho a todo cuanto le es necesario; pero el acto positivo que le convierte en propietario de un bien cualquiera le excluye del derecho a los demás. Adquirida su parte, debe limitarse a ella sin ningún derecho a la comunidad. He ahí la razón por la cual el derecho de primer ocupante, tan débil en el estado natural, es respetable en el estado civil. Se respeta menos en ese derecho lo que es de otros que lo que es de uno.
En general, para autorizar el derecho de primer ocupante sobre un terreno cualquiera, son necesarias las condiciones siguientes: primera, que el terreno no esté ocupado por otro; segunda, que no se ocupe más que la parte necesaria para subsistir; tercer, que se tome posesión de él, no en función de una vanaceremonia, sino por el trabajo y el cultivo, único signo de propiedad que, en ausencia de títulos jurídicos, debe ser respetado por los demás.
En efecto, conceder a la necesidad y al trabajo el derecho de primer ocupante, ¿no es dar a tal derecho toda la dimensión necesaria y suficiente? ¿Bastará posar la planta sobre un terreno común para considerarse acto seguido dueño de él? ¿Basta tener la fuerza necesaria para arrojar a los otros hombres, arrebatándoles para siempre el derecho a volver a él? ¿Cómo podrá un hombre o un pueblo apoderarse de un inmenso territorio, privando del mismo al género humano, sino por una usurpación punible, desde el momento que arrebata al resto de los hombres su morada y los alimentos que la naturaleza les ofrece?
Cuando Nuñez de Balboa tomaba desde la playa posesión del océano Pacífico y de toda América meridional en nombre de la corona de Castilla, ¿era su gesto razón suficiente para desposeer a todos sus habitantes, excluyendo de paso también a todos los príncipes del mundo? En tales condiciones, las ceremonias se multiplicaban inútilmente: el rey católico no tenía más que, de un solo golpe tomar posesión de todo el universo, sin prejuicio de borrar de su imperio lo que antes había sido apropiado por otros príncipes.
Se concibe, naturalmente, cómo las tierras de los particulares, reunidas y contiguas, constituyen el territorio público, y cómo el derecho de soberanía, extendiéndose de los súbditos a los terrenos que ocupan, viene a ser a la vez real y personal, lo cual coloca a los poseedores en una mayor dependencia, convirtiéndose sus mismas fuerzas en garantía de fidelidad; ventaja que no parece haber sido bien comprendida por los antiguos monarcas que, no llamándose sino reyes de los persas, de los escitas, de los macedonios, se consideran más jefes de hombres que dueños del país. Los actuales se denominan más fácilmente reyes de Francia, de España, de Inglaterra, etc. Cuando poseen el terreno se consideran más seguros de poseer a sus habitantes.
Lo que hay de más extraño en esta alienación es que, lejos de despojar la comunidad a los particulares de sus bienes, al aceptarlos, no hace ella otra cosa que asegurar su legítima posesión, cambiando la usurpación en absoluto derecho y el goce en propiedad. Entonces los poseedores, considerados como depositarios del bien público, siendo sus derechos respetados por todos los miembros del Estado y sostenidos por toda la fuerza común contra el extranjero, mediante una cesión ventajosa para el público y más aún para ellos mismos, adquieren, por así decirlo, todo lo que dieron. Paradoja que se explica fácilmente por la distinción entre los derechos que el soberano y el propietario tiene sobre el mismo fondo, como se verá más adelante.
Puede ocurrir también que los hombres comiencen a unirse antes de poseer nada y que, apoderándose en seguida de un terreno suficiente para todos, disfruten de él en común o lo repartan entre sí, ya por partes iguales, ya de acuerdo con las proporciones establecidas por el soberano. Como quiera que se realice esta adquisición, el derecho de la comunidad sobre todos, sin lo cual no habría ni solidez en el vínculo social ni fuerza real en el ejercicio de la soberanía.
Terminaré este capítulo y este libro con una advertencia que debe servir de base a todo el sistema social, y es: que en vez de destruir la igualdad natural, el pacto fundamental sustituye por el contrario una igualdad moral y legítima a la desigualdad física que la naturaleza había establecido entre los hombres, los cuales, pudiendo ser diferentes en fuerza o en talento, vienen a ser todos iguales por convención y derecho.

EL CONTRATO SOCIAL

Libro segundo

Capítulo 1. La soberanía es inalienable

La primera y más importante consecuencia de los principios establecidos es la de que la voluntad general puede únicamente dirigir las fuerzas del Estado según los fines de su institución, que es el bien común, pues si la oposición de los intereses particulares ha hecho necesario el establecimiento de sociedades, la conformidad de esos mismos intereses es lo que ha hecho posible su existencia. Lo que hay de común en esos intereses es lo que constituye el vínculo social, pues si no hubiera un punto en el cual todos concordasen, ninguna sociedad llegaría a ser gobernada.
Afirmo, pues, que no siendo la soberanía más que el ejercicio de la voluntad general, jamás deberá alienarse, y que el soberano, que no es más que un ser colectivo, no puede ser representado sino por él mismo: el poder se transmite, pero nunca la voluntad.
En efecto, si no es imposible que la voluntad particular se concilie con la general, es imposible, por lo menos, que este acuerdo sea duradero y constante, pues la primera tiende, por su naturaleza, a las preferencias, y la segunda a la igualdad.
Más difícil todavía es que haya un fiador de tal acuerdo, pero dado el caso de que existiera, no sería efecto del arte, sino de la casualidad. El soberano puede muy bien decir: "yo quiero lo que quiere actualmente tal hombre, o al menos lo que parece querer"; pero no podría decir: "lo que este hombre quiera mañana, lo querré yo también", pues es absurdo que la voluntad se encadene para el futuro, aparte de que no hay poder que pueda obligar al ser que quiere a admitir o consentir en nada que sea contrario a su propio bien. Si, pues, el pueblo promete sencillamente obedecer, pierde por el hecho mismo su condición de tal y se disuelve; desde el instante mismo que tiene dueño, desaparece el soberano y se disgrega el cuerpo político.
Esto no quiere decir, sin embargo, que las órdenes de los jefes no puedan aceptarse como expresión de la voluntad general, en tanto el cuerpo soberano, libre para oponerse a ellas no lo haga. En semejante caso, del silencio general debe presumirse el consentimiento del pueblo. Esto se explicará más adelante.

Capítulo 2. La soberanía es indivisible

La soberanía es indivisible por la misma razón de ser inalienable, pues la voluntad es general o no lo es; en el primer caso, la declaración de esa voluntad constituye un acto de soberanía y es de ley; en el segundo no es sino una voluntad particular o un acto de magistratura; un decreto todo lo más.
Pero nuestros políticos, no pudiendo dividir nuestra soberanía en principio, la dividen en su objeto; la dividen en fuerza y voluntad, en poder legislativo y poder ejecutivo, en derecho de impuestos de justicia y de guerra; en administración interior y en poder contratar con el extranjero, lo mismo confundiendo tales partes que separándolas. Hacen del soberano un ser fantástico de piezas recambiables cual si compusiesen un hombre con miembros de diferentes cuerpos, valiéndose de los ojos de uno, los brazos de otro y las piernas de otro. Según cuentan, los prestidigitadores del Japón despedazan un niño a la vista de los espectadores y, arrojando después al aire todos sus miembros uno tras otro, hacen caer de nuevo la criatura viva y entera. Tales, aproximadamente, son los juegos de prestidigitación de nuestros políticos: después de desmembrar el cuerpo social con una habilidad y un prestigio ilusorios. Unen diferentes partes sin saberse cómo.
Este error proviene de que no han tenido nociones exactas de la autoridad soberana, habiendo considerado como partes integrantes de esta autoridad lo que sólo eran emanaciones de ella. Así, por ejemplo, el acto de declarar la guerra, como el de lograr la paz, se han considerado como actos de soberanía; lo cual no es cierto, puesto que ninguno de ellos es una ley, sino una aplicación de la ley, un acto particular que determina la misma, como se verá fácilmente al esclarecer la idea que encierra el vocablo.
Observando asimismo las otras divisiones se descubrirá que siempre se incurre en el mismo error: es la del pueblo, o la de una parte de él. En el primer caso, los derechos que se toman como parte de la soberanía están todos subordinados a ella y suponen siempre la ejecución de voluntades supremas, pues estos derechos no autorizan sino la ejecución.
No es posible imaginar cuánta oscuridad ha arrojado esta falta de exactitud en las discusiones de los autores en materia de derecho político cuando han querido emitir la opinión o decidir sobre los derechos respectivos de reyes y pueblos, partiendo de los principios que habían establecido. Cualquiera puede convencerse de ello al ver, en los capítulos III y IV del primer libro de Grocio, cómo este sabio tratadista y su traductor Barbeyrac se confunden y enredan en sus sofismas, temerosos de decir demasiado o de no decir lo suficiente, según su entender, y de poner de oposición los intereses que intentan conciliar. Grocio, refugiado en Francia, descontento de su patria y deseoso de hacer la corte a Luis XIII, a quien dedicó su libro, no regateo medio alguno para despojar a los pueblos de todos sus derechos y revestir con ellos, valiéndose de todo arte posible, a los reyes. Lo mismo hubiera querido hacer Barbeyrac, que dedicó su traducción al rey de Inglaterra Jorge I; pero, desgraciadamente, la expulsión de Jacobo, que él califica de abdicación, le obligó a mantenerse reservado y cauteloso a eludir y tergiversar las ideas, a fin de no hacer de Guillermo un usurpador. Si estos escritores hubieran elegido los verdaderos principios habrían salvado todas las dificultades y habrían sido consecuentes, pero entonces hubieran tristemente dicho la verdad y hecho la corte al pueblo. La verdad no lleva a la fortuna, ni el pueblo da embajadas, cátedras o pensiones.

Capítulo 3. De si la voluntad general puede errar

De lo que se precede se deduce que la voluntad general es siempre recta y tiende constantemente a la utilidad pública; pero no se deriva de ello que las resoluciones del pueblo tengan siempre la misma rectitud.
El pueblo quiere indefectiblemente su bien, pero no siempre lo comprende. Jamás se corrompe al pueblo, pero a menudo se le engaña y es entonces cuando parece querer el mal.
Frecuentemente surge una gran diferencia entre la voluntad de todos y la voluntad general: ésta sólo atiende al interés común, aquélla al interés privado, siendo en resumen una suma de las voluntades particulares las más y las menos que se destruyen entre sí, y quedará la voluntad general como la suma de las diferencias.
Si cuando el pueblo, suficientemente informado, delibera, los ciudadanos pudieran permanecer sin ninguna comunicación entre ellos, del gran número de pequeñas diferencias resultaría siempre la voluntad general y la resolución sería buena. Pero cuando se forman intrigas y asociaciones parciales a expensas de la comunidad, la voluntad de cada una de ellas conviértese en general con relación a sus miembros, y en particular con relación al Estado, pudiéndose decir entonces que no hay ya tantos votantes como ciudadanos, sino tantos como asociaciones. Las diferencias se hacen menos numerosas y da un resultado menos general. En fin, cuando una de esas asociaciones es tan grande que predomina sobre todas las demás, el resultado no será una suma de pequeñas diferencias, sino una diferencia única: desaparece la voluntad general y la opinión que impera es una opinión particular.
Importa, pues, para tener una buena exposición de la voluntad general que no existan sociedades particulares en el Estado, y que cada ciudadano opine con arreglo en su manera de pensar. Tal fue la única y sublime institución del gran Licurgo. Si existen sociedades particulares es preciso multiplicarlas a fin de prevenir la desigualdad, como lo hicieron Solón y Numa. Estas precauciones son necesarias para que la voluntad general sea siempre esclarecida y para que el pueblo no se equivoque nunca.

Capítulo 4. De los límites del poder soberano

Si el Estado o la ciudad no es más que una persona moral cuya vida consiste en la unión de sus miembros, y si el más importante de sus cuidados es el de la propia conservación, le es indispensable una fuerza universal e impulsiva para mover y disponer de cada una de las partes de la manera más conveniente al todo. Así como la naturaleza ha dado al hombre un poder absoluto sobre todos sus miembros, el pacto social da al cuerpo político un poder absoluto sobre todos los suyos. Es éste el mismo poder que, dirigido por la voluntad general, alcanza como ya hemos dicho el nombre de soberanía.
Pero, además de la persona pública, tenemos que considerar las personas privadas que la componen, cuya vida y libertad son naturalmente independientes de ella. Se trata, pues, de distinguir como es debido los derechos respectivos de los ciudadanos y del soberano, y los deberes que tienen que cumplir los primeros en calidad de súbditos, del derecho que deben gozar en calidad de hombres.
Se conviene en que todo lo que cada individuo aliena, mediante el pacto social, de poder, bienes y libertad, es solamente la parte cuyo uso resulta de trascendencia e importancia para la comunidad, mas es preciso convenir también que el soberano es el único juez capaz de esta importancia.
Tan pronto como el cuerpo soberano lo exija, el ciudadano está en el deber de prestar al Estado sus servicios; pero éste, por su parte, no puede recargarles nada que sea inútil a la comunidad; no puede ni aun quererlo, pues de acuerdo con las leyes de la razón, como las de la naturaleza, nada se hace sin motivo.
Los compromisos que nos ligan con el cuerpo social no son obligatorios sino porque son mutuos, y su naturaleza es tal, que al cumplirlos no se puede trabajar por los demás sin trabajar por sí mismo. ¿Por qué la voluntad general es siempre recta y por qué todos desean constantemente el bien de cada uno, sino porque no hay nadie que no piense en sí mismo al votar por todos? Esto prueba que la igualdad de derechos y la noción de justicia que ella determina provienen de la preferencia que cada uno se da y, por consiguiente, de la naturaleza humana; que la voluntad general, para que verdaderamente lo sea, debe serlo en su objeto y en su esencia; debe partir de todos para ser aplicable a todos, y que pierde su natural rectitud cuando tiende a un objetivo individual y determinado, porque entonces, juzgando lo que resulta extraño, no tenemos ningún auténtico principio de equidad que nos guíe.
Efectivamente, tan pronto como se trata de un derecho particular sobre un punto que no ha sido determinado por una convención general anterior, el negocio se hace contencioso, dando lugar a un proceso en que son partes los particulares interesados, por un lado, y el público, por otro; pero en cuyo proceso no se descubre ni la ley que debe seguirse ni el juez que debe fallar. Sería, pues, ridículo fiarse o atenerse a una decisión expresa de la voluntad general, que no puede ser sino la conclusión de una de las partes, y que, por consiguiente, es para la otra una voluntad extraña particular y sujeta a error. Así como la voluntad particular no puede representar la voluntad general, ésta, a su vez, cambia de naturaleza si tiende a un objetivo particular, y no puede en tal caso pronunciarse sobre un hombre ni sobre un hecho. Cuando el pueblo de Atenas, por ejemplo, nombraba o destituía a sus jefes, concedía honores a los unos, imponía penas a los otros, y por medio de numerosos decretos particulares realizaba indistintamente todos los actos del Gobierno, el pueblo entonces carecía de voluntad general propiamente dicha; no procedía como soberano, sino como magistrado. Esto parecerá contrario a las ideas comunes, pero es preciso dejarme el tiempo necesario para exponer las mías.
Debe concebirse, desde luego, que lo que generaliza la voluntad no es tanto el número de votos cuanto el interés común que los une, pues en esta institución cada cual se somete necesariamente a las condiciones que impone a los demás: admirable acuerdo de interés y de la justicia, que da a las resoluciones comunes un carácter de equidad, liberando la discusión de todo asunto particular, falto de interés general que una e identifique el juicio de juez con el de la parte.
Desde cualquier punto de vista que se analice el principio, llegamos siempre a la misma conclusión, a saber: que el pacto social establece entre los ciudadanos una igualdad, por la que se obligan bajo las mismas condiciones y por la que gozan de idénticos derechos. Así, por la naturaleza del pacto, todo acto de soberanía, vale decir, todo acto auténtico de la voluntad general, obliga o favorece igualmente a todos los ciudadanos; de tal suerte que el soberano conoce exclusivamente el cuerpo de la nación sin distinguir a ninguno de los que la forman. ¿Qué es, pues, propiamente un acto de soberanía? No es un convenio del superior con el inferior, sino del cuerpo con cada uno de sus miembros; convención legítima, porque tiene por base el contrato social; equitativa, porque es común a todos; útil, porque no puede tener otro fin que el bien general, y sólida, porque tiene como garantía la fuerza pública y el poder supremo. Mientras los súbditos se sienten sujetos a tales convenciones no obedecen más que a su propia voluntad; y, por consiguiente, averiguar hasta dónde se extienden los derechos respectivos del soberano y los ciudadanos es inquirir hasta que punto éstos pueden obligarse hasta con ellos mismos, cada uno con todos y todos con cada uno.
De ello se infiere que el poder soberano, todo absoluto, sagrado e inviolable, no traspasa ni puede traspasar los límites de las convenciones generales, y que todo hombre puede disponer plenamente de lo que le ha sido dejado de sus bienes y de su libertad por ellas; de suerte que el soberano no está jamás en el derecho de recargar a un súbdito más que a otro, pues entonces la cuestión resulta particular y cesa, por tanto, la competencia del poder.
Una vez admitidas estas distinciones es tan falso que en el contrato social haya ninguna renuncia verdadera por parte de los particulares, que su situación, por efecto de este contrato, resulte realmente preferible a la anterior, y que en vez de una cesión sólo hacen un cambio ventajoso de una extensión incierta y precaria por otra mejor y más segura; el cambio de la independencia natural por la libertad; del poder hacer el mal a sus semejantes por el de su propia seguridad, y de sus fuerzas, que otros podían aventajar por un derecho que la unión social hace invencible. La vida misma que han consagrado al Estado está constantemente protegida, y cuando la exponen en su defensa. ¿Qué otra cosa hacen sino devolverle lo que de él han recibido? ¿Qué hacen que no hicieran más frecuentemente y con más riesgo en el estado natural cuando, librando combates inevitables, defendían con peligro de su vida lo que les servía para conservarla? Todos tienen que combatir por la patria cuando la necesidad lo exige, es cierto; pero nadie combate por sí mismo. ¿Y no es preferible correr, por la conservación de nuestra seguridad, una parte de los riesgos que habría que correr constantemente tan pronto como ella fuese exceptuada?

Capítulo 5. Del derecho de vida y muerte

Puede preguntarse: no teniendo los particulares el derecho a disponer de su vida, ¿Cómo pueden, sin embargo, transmitir al soberano ese derecho del cual carecen? Esta cuestión parece difícil de resolver por estar mal planteada. El hombre tiene derecho a arriesgar su propia vida por conservarla. ¿Se ha dicho alguna vez que el que se arroja por una ventana para salvarse de un incendio es un suicida? ¿Se ha imputado nunca tal crimen al que perece en un naufragio cuyo peligro ignoraba a la hora de embarcarse?
El contrato social tiene como fin la conservación de los contratantes. El que quiere el fin, quiere los medios, y esos medios son, en el presente caso, inseparables de algunos riesgos y de algunas pérdidas. El que quiere conservar su vida a expensas de los demás, debe también exponerse por ellos cuando sea necesario. En consecuencia, el ciudadano no es el juez del peligro a que la ley lo expone, y cuando el soberano le dice: "Es conveniente para el Estado que tú mueras", debe morir, ya que bajo esta condición ha vivido en seguridad hasta entonces, y su vida no es ya solamente un beneficio de la naturaleza, sino un don condicional del Estado.
La pena de muerte aplicada a los criminales puede ser considerada, aproximadamente, desde el mismo punto de vista: para no ser victima de un asesino se consiente en morir si se convierte en tal. En el contrato social, lejos de pensarse en disponer de la propia vida, sólo se piensa en garantizarla, y no es presumible que ninguno de los contratantes intente que lo prendan.
Por otra parte, todo malhechor, al atacar el derecho social, conviértese por sus delitos en rebelde y traidor a la patria; cesa de ser miembro de ella al violar sus leyes y le hace la guerra. La conservación del Estado es entonces incompatible con la de él; es preciso que uno de los dos perezca, y al aplicar la pena de muerte al criminal, la patria lo hace más como a enemigo que como a ciudadano. El proceso y el juicio constituyen las pruebas y la declaración de que haya el contrato social, y, por consiguiente, que ha dejado de ser miembro del Estado. Ahora bien, reconocido como tal debe ser suprimido por medio del destierro como infractor del pacto, o con la muerte como enemigo público, pues tal enemigo no es una persona moral, sino un hombre, y en ese caso el derecho de guerra establece matar al vencido.
Pero se dirá: la condenación de un criminal es un acto particular. De acuerdo; pero ese acto tampoco pertenece al soberano; es un derecho que él puede conferir sin poder ejercerlo por sí mismo. Todas mis ideas guardan relación y se encadenan, pero no podría, sin embargo, exponerlas todas a la vez.
Por otro lado, la frecuencia de suplicios es siempre un signo de debilidad o de desidia en el gobierno. No hay malvado a quien no se pueda utilizar para algo. No hay derecho a matar, ni para ejemplo, sino al individuo que hasta cierto punto no se puede conservar sin peligro.
En cuanto al derecho de gracia, o sea, el de eximir a un ser culpable de la pena prevista por la ley y aplicada por el juez, diré que no pertenece sino al que está por encima de aquélla y de éste; es decir, al poder soberano, y, con todo, su derecho no es perfecto, siendo muy raros los casos en que se hace uso de él. En un Estado bien gobernado hay pocos castigos, no porque se concedan muchas gracias, sino porque existen pocos criminales. La multitud de crímenes asegura impunidad cuando el Estado se debilita o perece. En los tiempos de la república romana, jamás el Senado ni los cónsules intentaron perdonar, hacer gracia; el pueblo mismo no lo hacía, aunque revocara a veces su propio juicio. Los indultos frecuentes son indicios de que en época no lejana los delincuentes no tendrán necesidad de ellos, y ya se puede juzgar a dónde se marcha. Pero siento que mi conciencia me acusa y detiene mi pluma: dejemos discutir estas cuestiones a los hombres justos que no hayan delinquido jamás ni necesitado nunca ninguna gracia.

Capítulo 6. De la ley

Por el pacto social hemos logrado existencia y vida para el cuerpo político: tratase ahora de darle movimiento y voluntad por medio de la legislación. Pues el acto primitivo por el cual este cuerpo se forma y une no determina nada de lo que debe hacer para conservarse.
Lo que es bueno y conforme al orden, lo que es por la naturaleza de las cosas e independientemente de las convenciones humanas. Toda justicia procede de Dios. El es su única fuente; pero si nosotros supiésemos recibirla desde tan alto, no tendríamos necesidad ni de gobierno ni de leyes. Sin duda, existe una justicia universal emanada de la sola razón, pero ésta, para ser admitida entre nosotros, debe ser recíproca. Considerando humanamente las cosas, a falta de sanción natural, las leyes de la justicia son vanas entre los hombres; ellas hacen el bien del malvado y el mal del justo, ya que éste las observa con todos sin que nadie la cumpla con él. Se necesitan pues, convenciones y leyes que unan y relacionen los derechos y los deberes y encaminen la justicia hacia sus propios fines. En el estado natural en que todo es común, el hombre nada debe a quienes nada ha prometido, ni reconoce como perteneciente a los demás más que aquello que le es inútil. No resultar así en el estado civil, en el cual todos los derechos están determinados por la ley.
Pero ¿qué es, al fin, la ley? Mientras se sigan vinculando a esta palabra ideas metafísicas, se continuará razonando sin entenderse, y aunque se explique lo que es una ley de la naturaleza, no por ello se sabrá mejor lo que es una ley del Estado.
Ya he dicho que no hay voluntad general sobre un objetivo particular. En efecto, un objetivo particular existe en el Estado o fuera de él. Si fuera del Estado, una voluntad que le es extraña no es general con relación a él, y si en el Estado, es parte integrante; luego se crea entre el todo y la parte una relación que forma dos seres separados, de los cuales, uno es la parte y la otra el todo menos esa misma parte. Mas como el todo menos una misma parte no es el todo, mientras esa relación subsista no existe el todo, sino dos partes desiguales. De donde se deduce que la voluntad de la una deja de ser general con relación a la otra.
Pero cuando todo el pueblo estatuye sobre sí mismo, no se considera más que a sí propio, y se forma una relación: la del objeto entero desde distintos puntos de vista sin división alguna. La materia sobre la cual se estatuye es general, como la voluntad que estatuye. A este acto es a lo que yo llamo una ley.
Cuando digo que el objeto de las leyes es siempre general, entiendo que aquéllas consideran a los ciudadanos en concreto y a las acciones en abstracto; jamás al hombre como individuo ni a la acción en particular. Así puede la ley establecer privilegios, pero no concederlos a determinada persona; puede clasificar también a los ciudadanos, y aun asignar las cualidades que dan derecho a las distintas categorías, pero no puede nombrar las que deben ser admitidas en tal o cual caso; puede establecer un gobierno monárquico y una sucesión hereditaria, pero no elegir rey ni familia real; en una palabra, toda función que se relacione con un objeto individual no pertenece al poder legislativo.
Ante esta idea es superfluo preguntar a quiénes corresponde hacer las leyes, puesto que ellas son actos derivados de la voluntad pública; ni si el príncipe está por encima de ellas, dado que es miembro del Estado; ni si la ley puede ser injusta, ya que nadie lo es consigo mismo; ni cómo se puede ser libre y estar sujeto a leyes, puesto que éstas son otra cosa que registro de nuestras voluntades.
Es evidente también reuniéndose en la ley la universalidad y la del objeto, lo que un hombre ordena, cualquiera que él sea, no es ley, como no lo es tampoco lo que ordene el mismo cuerpo soberano sobre un objetivo particular. Esto es un decreto, no es un acto de soberanía, sino magistratura. Entiendo, pues, por República todo Estado regido por leyes, cualquiera que sea la forma bajo la cual se administre, pues sólo así el interés público gobierna y la cosa pública tiene alguna significación. Todo gobierno legítimo es republicano. Más adelante explicaré qué es un gobierno.
Las leyes no son propiamente más que las condiciones de la asociación civil. El pueblo sumiso a las leyes debe ser su autor; corresponde únicamente a quienes se asocian arreglar las condiciones de la sociedad. Pero, ¿cómo las arreglarán? ¿Será de común acuerdo, por efecto de la inspiración súbita? El cuerpo político, ¿tiene un órgano para expresar sus voluntades? ¿Quién le proveerá como es necesario para formar sus actos y publicarlos de antemano?, ¿Cómo pronunciará sus fallos en el momento preciso? ¿Cómo una multitud ciega, que no sabe a menudo lo que quiere, ya que raras veces sabe lo que es bueno, llevaría a cabo por sí misma una empresa de tal magnitud y tan difícil como resulta un sistema de legislación? El pueblo quiere siempre el bien, pero no siempre lo ve. La voluntad general es siempre recta, pero el juicio que lo guía no es siempre claro. Es necesario hacerles ver los objetivos tales como son, a veces tales cuales deben parecerle; mostrarle el buen camino que busca; preservarle de las seducciones particulares; acercarle a sus ojos los lugares y los tiempos; compararle el atractivo de los beneficios presentes y sensibles con el peligro de los males lejanos y ocultos. Los particulares conocen el bien que rechazan; el público quiere el bien que no ve. Todos tienen igualmente necesidad de conductores. Es preciso obligar a los unos a conformar su voluntad con su razón y enseñar al pueblo a conocer lo que quiere. Entonces, de las inteligencias públicas resulta la unión del entendimiento y de la voluntad en el cuerpo social; de ahí el exacto concurso de las partes y, en fin, la superior fuerza del todo. He aquí dónde nace la necesidad de un legislador.

Capítulo 7. Del legislador

Para descubrir las mejores reglas sociales que convienen a las naciones sería preciso una inteligencia superior, capaz de penetrar todas las pasiones humanas, sin experimentar ninguna; que conociese a fondo nuestra naturaleza, sin tener relación alguna con ella; cuya felicidad fuese independiente de nosotros y que, por tanto, deseara ocuparse de la nuestra; en fin, que en el transcurso de los tiempos, reservándose una gloria lejana pudiera trabajar en un siglo para gozar en otro. Serían necesarios dioses para dar leyes a los hombres.
El mismo razonamiento que empleaba Calígula de hecho, empleaba Platón en derecho para definir el hombre civil o real que buscaba en su libro Del Reino. Pero si es cierto que un gran príncipe es raro, ¿cuánto más no lo será un legislador? El primero no tiene más que seguir el modelo que él último debe presentar. El legislador es el mecánico que inventa la máquina; el príncipe quien la monta y la pone en marcha. En el nacimiento de las sociedades, dice Montesquieu, primero los jefes de las repúblicas fundan la institución, pero después la institución es la que forma a los jefes de las repúblicas.
El que se atreve a iniciar la tarea de instituir a un pueblo debe sentirse en condiciones de trastornar, por así decirlo, la naturaleza humana; de transformar cada individuo, que por él mismo es un todo perfecto y solitario, en parte de un todo mayor, del cual recibe en cierta manera la vida y el ser; de alterar la constitución del hombre para fortalecerla; de sustituir por una existencia parcial y moral la existencia física e independiente que hemos recibido de la naturaleza. Es preciso, en una palabra, que despoje al hombre de sus fuerzas propias, dándole otras entrañas, de las cuales no pueda hacer uso sin el auxilio de otros. Mientras más se aniquilen y consuman las fuerzas naturales, mayores y más duraderas serán las adquiridas, y más sólida y perfecta la institución también. De suerte que si el ciudadano no es nada ni puede nada sin el concurso de todos los demás, y si la fuerza adquirida por el todo es igual a la suma de las fuerzas naturales de los individuos, puede decirse que la legislación adquiere el más alto grado de perfección posible.
El legislador es, bajo cualquier concepto, un hombre extraordinario en el Estado. Si debe serlo por su genio, no lo es menos por su cargo, que no es ni de magistratura ni de soberanía, pues constituyendo la república no entra en su constitución. Es una función particular y superior, que nada tiene de común con el imperio humano, pues si el que ordena y manda a los hombres no puede ejercer dominio sobre las leyes, el que lo tiene sobre éstas no debe ejercerlo no debe ejercerlo sobre aquéllos. De otro modo esas leyes, hijas de sus pasiones, no servirían a menudo más que para perpetuar sus injusticias, sin que pudiese jamás evitar que miras particulares perturbasen la santidad de su obra.
Cuando Licurgo dio leyes a su patria, comenzó por abdicar la realeza. Era costumbre en la mayor parte de las ciudades griegas confiar a los extranjeros la legislación. Las modernas repúblicas de Italia imitaron a menudo esa costumbre; la de Ginebra hizo otro tanto, y con buen éxito. Roma, en sus bellos tiempos, vio renacer en su seno todos los crímenes de la tiranía, y estuvo próxima a sucumbir, por haber reunido en unos mismos hombres la autoridad legislativa y el poder soberano.
Sin embargo, los mismos decenviros no se arrogaron jamás el derecho de sancionar ley alguna con su propia autoridad. "Nada es lo que os proponemos - decía el pueblo - podrá ser ley sin vuestro consentimiento. Romanos, sed vosotros mismos los autores de las leyes que deben haceros felices".
El que dicta las leyes no tiene, pues, o no debe tener, ningún derecho legislativo, y el pueblo mismo, aunque quiera, no puede despojarse de un derecho que le es inalienable, porque según el pacto fundamental solamente la voluntad general puede obligar a los particulares, y nunca puede asegurarse que una voluntad particular esté conforme con aquélla sino después de haberla sometido al sufragio libre del pueblo. Aunque todo esto quedo dicho, no es inútil repetirlo.
Así, encuéntrase en la obra del legislador dos cosas aparentemente incompatibles: una empresa sobrehumana y, para su ejecución, una autoridad nula.
Otra dificultad que merece atención: los sabios, que quieren hablar al vulgo en su propio lenguaje, en vez de emplear el peculiar a él, y que, por tanto, no logran hacerse entender. Además, existen miles de ideas imposibles de traducir al lenguaje del pueblo. Las miras y objetos demasiado generales, como los demasiado lejanos, están fuera de su alcance, y no gustando los individuos de otro plan de gobierno que aquel que se relaciona con sus intereses particulares, perciben difícilmente las ventajas que sacarán de las continuas privaciones que imponen las buenas leyes. Para que un pueblo naciente pueda apreciar las sanas máximas de la política y seguir las reglas fundamentales de la razón del Estado, sería forzoso que el efecto se convirtiere en causa; que el espíritu social, que debe ser la obra de la institución, presidiese a la institución misma, y que los hombres fueran antes de las leyes lo que deben llegar a ser por ellas. Así, pues, no pudiendo el legislador emplear ni la fuerza ni el razonamiento, es necesario que recurra a una autoridad de otro orden que pueda atraer sin violentar y persuadir sin convencer. He ahí por lo que los jefes de las naciones se han visto obligados a recurrir en todos los tiempos a la intervención del cielo y a honrar a los dioses y su sabiduría, a fin de que los pueblos, sumisos a las leyes del Estado como a las de la naturaleza, y reconociendo el mismo poder en la formación de la sociedad que en la del hombre, obedecieran con libertad y soportaran dócilmente el yugo de la felicidad pública.
Las decisiones de esta razón sublime, que está muy por encima del alcance de los hombres vulgares, son las que pone el legislador en boca de los dioses inmortales para arrastrar, por medio de la pretendida autoridad divina, a aquellos que no lograría mover la simple prudencia humana. Pero no le es posible a todo hombre hacer hablar a los dioses, ni ser creído cuando se anuncia como el intérprete. La grandeza del alma del legislador es un verdadero milagro que debe probar su misión. Todo hombre puede grabar tablas y piedras, utilizar un oráculo, disimular un comercio secreto con alguna divinidad, adiestrar un pájaro para que le hable al oído o encontrar cualquier otro medio grosero de imponerse al pueblo. Con ello podrá también reunir una banda de insensatos, pero no fundará jamás un imperio y su extravagante creación perecerá pronto con él. Los vanos prestigios forman un lazo muy corredizo o pasajero; sólo la sabiduría lo torna durable. La ley judaica, subsistente siempre, la del hijo de Ismael, que desde hace diez siglos rige la mitad del mundo, proclama hoy todavía la grandeza de los hombres que la dictaron, mientras la orgullosa filosofía o el ciego espíritu de partido no ve en ellos más que a felices impostores, el verdadero político admira en sus instituciones el grande y poderoso genio que preside a las estructuras durables.
Lo expuesto no quiere decir que sea preciso reconocer con Warburton que la política y la religión tengan entre nosotros un objetivo común, pero sí que, en el origen de las naciones, la una sirvió de instrumento a la otra.

Capítulo 8. Del pueblo

Así como, antes de levantar un gran edificio, el arquitecto observa y sondea el suelo para ver si puede sostener el peso, así el sabio instituidor no comienza por redactar leyes buenas en sí mismas sin antes comprobar si el pueblo a quien las destina se encuentra en condiciones de soportarlas. Por esta razón Platón rehusó dar leyes a los arcadios y cireneos, sabiendo que estos pueblos eran ricos y que no podrían sufrir la igualdad; y por idéntico motivo se vieron en Creta buenas leyes y malos hombres, porque Minos no había disciplinado más que un pueblo cargado de vicios.
Mil naciones han brillado sobre la tierra que no habrían podido soportar jamás buenas leyes, y aun las mismas que hubieran podido hacerlo no han tenido sino un tiempo muy corto de vida para lograrlo. La mayoría de los pueblos, como ocurre con los hombres, sólo son dóciles en su juventud; en la vejez conviértense en algo incorregible. Una vez adquiridas las costumbres y arraigados los prejuicios, es empresa peligrosa y pueril querer reformarlas. El pueblo, lo mismo que esos enfermos estúpidos y cobardes que tiemblan en presencia del médico, no pueden soportar que se toque siquiera sus males para destruirlos.
No quiere decir esto que, como ocurre con ciertas enfermedades que trastornan el cerebro de los hombres borrándoles el recuerdo del pasado, no haya a veces en la vida de los Estados épocas de violentas en que las revoluciones desarrollan en los pueblos lo que ciertas crisis en los individuos, en que el horror del pasado es reemplazado por el olvido y en que el Estado, sangrando por guerras civiles, renace de sus cenizas, por así decirlo, y recupera el vigor de la juventud al salir de los brazos de la muerte. Tal sucedió en Esparta en los tiempos de Licurgo, Tal a Roma después de los traquinios y tal entre nosotros a Holanda y Suiza después de la expulsión de los tiranos.
Pero estos acontecimientos son raros; se trata en realidad de excepciones cuya razón se encuentra siempre en la constitución particular del Estado exceptuado, y que no puede tener lugar dos veces en el mismo pueblo, porque éstos pueden hacerse libres cuando están en el estado de barbarie, pero no cuando están demasiado osados los resortes sociales. En semejante caso los desórdenes pueden destruirlos, sin que las revoluciones sean capaces de restablecerlos, cayendo dispersos y sin vitalidad tan pronto como rompen sus cadenas: les resulta preciso un amo y no un libertador. Pueblos libres, recordad esta máxima: "La libertad puede adquirirse, pero jamás se recupera".
La juventud no es la infancia. Hay en las naciones como en los hombres, un período de juventud, o si se quiere de madurez, que es preciso esperar antes de someterlas a la ley; pero ese período de madurez, en un pueblo, no es siempre fácil de reconocer, y si se le anticipa, la labor es inútil. Pueblos hay que son susceptibles de disciplina al nacer; otros que no lo son ni al cabo de diez siglos. Los rusos no serán verdaderamente civilizados porque lo fueron demasiado pronto. Pedro el Grande tenía el genio imitativo, no el verdadero genio, que consiste en crear y realizar todo de la nada. Hizo algunas cosas buenas: la mayor parte fueron extemporáneas. Vio a su pueblo sumido en la barbarie, pero no vio que no estaba en el estado de madurez requerido, y quiso civilizarlo, cuando lo que había que hacer era aguerrirlo. Quiso hacer un pueblo de alemanes e ingleses, cuando debió empezar por hacerlo de rusos, e impidió que sus súbditos fuesen jamás lo que estaban llamados a ser por haberles persuadido de que tenían en grado de civilización de que aún carecían, a la manera del preceptor que forma su discípulo para que brille en su infancia y se eclipse después para siempre. El imperio ruso querrá subjuzgar a Europa y será subjuzgado. Los tártaros, sus vasallos o vecinos, se convertirán en sus dueños y en los nuestros: esta revolución me resulta infalible. Todos los reyes de Europa se preocupan por acelerarla.

Capítulo 9. Continuación

Así como la naturaleza ha marcado algunos límites a la estatura del hombre bien conformado, fuera de los cuales sólo se dan gigantes y enanos, de igual forma ha tenido cuidado de fijar, para la mejor constitución de un Estado, los límites a que ha de atenerse su extensión, a fin de que no sea ni demasiado grande para que pueda ser gobernado, ni demasiado pequeño para que pueda sostenerse. Hay en todo cuerpo político un maximum de fuerza del cual no debería pasarse y del que a menudo se aleja a fuerza de extenderse. Mientras más se dilata el vínculo social, más se debilita, siendo, en general y proporcionalmente, más fuerte un Estado pequeño que uno grande.
Muchas razones demuestran este principio. Primeramente la administración se torna más difícil cuanto mayores son las distancias, al igual que un peso es mayor colocado en el extremo de una gran palanca. Se hace también más onerosa a medida que los grados se multiplican, pues cada ciudad, como ocurre con cada distrito, tiene la suya, que el pueblo paga; luego vienen los grandes gobiernos, las satrapías, los virreinatos, que hay que pagar en la medida que se asciende y siempre a expensas del desdichado pueblo, y, por último, la administración suprema, que lo consume todo. Tantas cargas continuas agotan a los súbditos quienes, lejos de estar gobernados por los diferentes órdenes de la administración, lo están peor que si tuvieran una sola dependiente de ellos. Y después apenas si quedan recursos para los casos extraordinarios, y cuando es indispensable apelar a ellos, el Estado está ya en vísperas de arruinarse.
Además de esto, no sólo la acción del gobierno es menos vigorosa y menos eficaz para hacer observar las leyes, impedir las vejaciones, corregir los abusos y prevenir las sediciones que puedan intentarse en los lugares lejanos, sino que el pueblo tiene menos afección por sus jefes, a quienes no conoce, por la patria, que es a sus ojos como el mundo, y por sus conciudadanos, cuya mayoría le resultan extraños. Las mismas leyes no pueden convenir a tantas provincias que difieren en costumbres, que viven en climas opuestos y que no pueden sufrir la misma forma de gobierno. Leyes diferentes, por otra parte, sólo engendran perturbación y confusión en los pueblos que, viviendo bajo las órdenes de los mismos jefes y en comunicación continua, mezclan, por medio del matrimonio, personas y patrimonios. El talento permanece oculto, la virtud ignorada y el vicio impune en esa multitud de hombres desconocidos los unos de los otros, a quienes una administración suprema reúne en un mismo lugar. Los jefes, abrumados de negocios, no ven nada por sí mismos; el Estado está gobernado por subalternos. En fin, las medidas indispensables para mantener la autoridad general, a la cual tantos funcionarios alejados desean sustraerse o imponerse, absorben toda la atención pública, sin que sobre tiempo para atender al bienestar del pueblo, y apenas si a su defensa en caso urgente. Por esto una nación demasiado grande se debilita y perece aplastada bajo su propio peso.
Por otra parte, el Estado debe constituir una base segura y sólida para resistir las sacudidas y agitaciones violentas que ha de experimentar y los esfuerzos que está obligado a hacer para sostenerse, porque todos los pueblos tienen una especie de fuerza centrífuga en virtud de la cual obran constantemente unos contra otros, tendiendo a ensancharse a expensas de sus vecinos, como los torbellinos de Descartes. Así, los pueblos débiles corren el peligro de ser engullidos, no pudiendo ninguno conservarse sino mediante una suerte de equilibrio que haga la presión más o menos recíproca.
De lo cual se deduce que hay razones para que una nación se agrande como las hay para que se estreche o limite, no siendo insignificante el talento del político que sepa encontrar entre las unas y las otras la proporción más ventajosa para la conservación del Estado. Puede decirse que, siendo en general las primeras exteriores y relativas, deben ser supeditadas a las segundas, que son internas y absolutas. Una sana y fuerte constitución, es lo primero que debe buscarse, ya que resulta más provechoso contar con el vigor que resulta de un buen gobierno que con los recursos que proporciona un gran territorio. Por lo demás, se han visto Estados constituidos de tal manera, que la necesidad de la conquista formaba parte de su propia existencia y que para sostenerse estaban obligados a ensanchar sin cesar. Tal vez se felicitaban de aquella dichosa necesidad, que les señalaba, sin embargo, junto con los límites de su grandeza, el inevitable momento de su caída.

Capítulo 10. Continuación

Un cuerpo político puede medirse de dos maneras, a saber: por su extensión territorial y por el número de los habitantes. Hay entre una y otra manera una relación propia para juzgar de la verdadera grandeza de una nación. El Estado lo forman los hombres y éstos se nutren de la tierra. La relación consiste en que, bastando la tierra a la manutención de sus habitantes, haya tantos como pueda nutrir. En esta proporción se encuentra el maximum de fuerza de un pueblo determinado, pues si hay demasiado terreno su vigilancia es onerosa, el cultivo insuficiente y el producto superfluo, siendo ello la causa de guerras ofensivas. Si el terreno es escaso, el Estado se encuentra, por la necesidad de sus recursos, a discreción de sus vecinos, constituyendo ello, a su vez, la causa de guerras ofensivas.
Todo pueblo que por su posición está colocado entre la alternativa del comercio o la guerra es débil en sí mismo; depende de sus vecinos, depende de los acontecimientos; tiene siempre una existencia incierta y breve. Subyuga y cambia de situación, o es subyugado y deja de existir. No puede conservarse libre sino a fuerza de pequeñez o de grandeza.
No es posible calcular con precisión la relación existente entre la extensión territorial y el número de habitantes, tanto a causa de las diferencias que existen en las cualidades del terreno como los grados de fertilidad, la naturaleza de sus producciones, la influencia del clima, como las que se advierten en el temperamento de quienes los habitan, de los cuales unos consumen poco en un país fértil y otros mucho en un suelo ingrato.
Es preciso también tomar en cuenta la mayor o menor fecundidad de las mujeres, las posibilidades más o menos favorables que tenga el país para el desarrollo de la población, la cantidad a la cual puede esperar el legislador contribuir por medio de sus instituciones, de suerte que no base su juicio sobre lo que ve, sino sobre lo que prevé, ni que se atenga tanto al estado actual de la población como al que debe naturalmente alcanzar.
En fin, hay muchas ocasiones en que los accidentes particulares del lugar exigen o permiten abarcar mayor extensión de terreno del que parece necesario. Así, por ejemplo, la extensión es necesaria en los países montañosos, en los cuales las producciones naturales, como bosques y pastos, exigen menos trabajo, en donde la experiencia enseña que las mujeres son más fecundas que en las llanuras y en donde la gran inclinación del suelo sólo proporciona una reducida base horizontal, la única con la cual puede contarse para la vegetación.
Por el contrario, la población puede reducirse a orillas del mar y aún en las rocas y arenas casi estériles, tanto porque la pesca reemplaza en gran parte a los productos de la tierra cuanto porque los hombres pueden estar más unidos para rechazar a los piratas, y también por disponer de mayores facilidades para la emigración de los habitantes que constituyen cierta sobrecarga.
A eStas condiciones necesarias para instituir un pueblo, es preciso añadir una que no puede ser reemplazada por ninguna otra y sin la cual todas las restantes resultan inútiles: el goce de la abundancia y de la paz. En el momento de su formación, un Estado, como batallón, es menos capaz de resistencia y es más susceptible, por consiguiente, de destruir. Se resiste mejor en medio de un desorden absoluto que en el instante de fermentación, en que cada cual se preocupa de su rango y nadie del peligro. Si la guerra, el hambre o la sedición se originan en tiempos de crisis, el estado queda infaliblemente arruinado.
No es que existan muchos gobiernos establecidos durante esas épocas tempestuosas, sino que esos mismos gobiernos aniquilan al Estado. Los usurpadores preparan o escogen esos períodos de turbulencia para hacer pasar, al abrigo del terror público, leyes destructoras que el pueblo no adoptaría jamás a sangre fría. Elegir el momento para la institución es uno de los caracteres más precisos que distinguen la obra del legislador de la del tirano.
¿Qué pueblo resulta propicio a la legislación? Aquel que, encontrándose unido por algún lazo de origen, de interés o de convención, no ha sufrido aún el verdadero yugo de las leyes; el que carece de costumbres y de prejuicios arraigados; el que no teme sucumbir por una invasión súbita; el que sin mezclarse en las querellas de sus vecinos puede resistir por su cuenta a cada uno de ellos o unido a otro rechazar a quien se les oponga; aquel en que cada miembro puede ser conocido de los demás y en el que el hombre no está obligado a aguantar cargas superiores a sus fuerzas; el que no necesita de otros pueblos ni ellos de él; el que sin ser rico ni pobre se basta a sí mismo; en fin, el que suma la consistencia de un pueblo viejo a la docilidad de un pueblo joven. La obra de la legislación es más complicada por lo que tiene que destruir que por lo que tiene que fundar, y lo que hace el éxito tan difícil es la imposibilidad de encontrar la sencillez de la naturaleza unida a las necesidades de la sociedad. Todas estas condiciones, como es sabido, se encuentran difícilmente juntas. De aquí que pocos Estados resulten bien constituidos.
Hay todavía en Europa un país capaz de legislación: la isla de Córcega. El valor y la constancia con que ese altivo pueblo ha logrado superar y defender su libertad, bien merecía que algún hombre sabio le enseñase a conservarla. Tengo el presentimiento de que esa pequeña isla llegará a asombrar el día menos pensado a Europa.

Capítulo 11. De los diversos sistemas de legislación

Si se analiza en qué consiste precisamente el mayor bien de todos, o sea, el fin que debe ser el objeto de todo sistema de legislación, se descubrirá que él se reduce a los fines principales: la libertad y la igualdad. La libertad, porque toda dependencia individual equivale a otra tanta fuerza sustraída al cuerpo del Estado; la igualdad, porque la libertad no se concibe sin ella.
Ya ha quedado dicho lo que entiendo por libertad civil. En cuanto a la igualdad, no debe creerse por tal el que los grados de poder y riqueza sean absolutamente los mismos, sino que el primero esté al abrigo de toda violencia y que no se ejerza jamás sino en virtud del rango y de acuerdo con las leyes; y en cuanto a la riqueza, que ningún ciudadano sea suficientemente poderoso para poder comprar a otro, ni ninguno bastante pobre para sentirse obligado a venderse, lo cual supone de parte de los grandes, moderación de bienes y de crédito, y de parte de los modestos, mesura en la ambición y la codicia.
Esta igualdad, dicen, es una quimera de especulación que no puede existir en la práctica. Pero si el abuso es inevitable, ¿no se deduce que sea imprescindible al menos controlarlo? Precisamente porque la fuerza de las cosas tiende siempre a destruir la igualdad, la fuerza de la legislación debe tender a mantenerla.
Pero estos objetivos generales de cualquier buena institución deben modificarse en cada país según las relaciones que nacen tanto de la situación local como del carácter de sus habitantes, consiguiendo de acuerdo con ellas, a cada pueblo, un sistema particular de institución que sea el más propicio para el Estado a que se destina. Por ejemplo, un suelo es ingrato y estéril, o la extensión muy reducida por sus habitantes; dirigid vuestra atención a la industria y a las artes, cuyos productos cambiareis por los que os resultan imprescindibles. Si, por el contrario, ocupáis ricas llanuras y fértiles colinas, carentes de habitantes, dedicad todos vuestros cuidados y esfuerzos a la agricultura, que multiplica la población, y alejad las artes que acabarían por despoblar al país, congregando en determinados puntos del territorio los pocos habitantes de que disponéis. Si ocupáis extensas y cómodas costas, llenad el mar de navíos, conceded atención al comercio y a la navegación, y conseguiréis una existencia brillante y corta. ¿Baña el mar en vuestras costas solamente peñascos inaccesibles? Permanecer bárbaros e ictiófagos, viviréis más tranquilos, mejor tal vez y, sin duda alguna, más dichosos. En una palabra: aparte de los distintivos comunes a todos, cada pueblo alberga en sí una causa que lo dirige de una manera especial y que hace de su legislación una legislación propia de él.
Por ello, en otros tiempos los hebreos, y recientemente los árabes, han tenido como principal objetivo la religión; los atenienses tuvieron las letras; Cartago y Tiro el comercio; Rodas, la marina; Esparta, la guerra, y, Roma la virtud. El autor de El espíritu de las leyes (Montesquieu) ha demostrado multitud de veces con qué arte dirige la institución el legislador hacia cada uno de esos objetivos.
La constitución de un Estado puede resultar sólida y duradera cuando las conveniencias son de tal suerte observadas, que las relaciones naturales y las leyes están siempre de acuerdo, no logrando éstas, por así decirlo, sino asegurar y rectificar aquéllas. Pero si el legislador, equivocándose en su propósito, toma un camino diferente del indicado por la naturaleza de las cosas, es decir, dirigido el uno a la esclavitud y el otro a la libertad; el uno a las riquezas y el otro a las conquistas, podrá verse cómo las leyes se debilitan insensiblemente, la constitución se altera y el Estado se agita sin cesar hasta que, destruido y modificado, la invencible naturaleza recupera su imperio.

Capítulo 12. División de las leyes

Para ordenar del todo o de la mejor manera la cosa pública, existen diversas relaciones que es necesario considerar. La primera, la acción del cuerpo entero actuando de acuerdo a sí mismo, es decir, la relación del todo con el todo o del soberano con el Estado, estando compuesta esta relación en términos intermediarios, como veremos más adelante.
Las leyes que regulan esta relación adquieren el nombre de leyes políticas y también de leyes fundamentales, no sin razón, si estas leyes son sabias, pues si no hay en cada Estado más que una manera de regularla, el pueblo que las utiliza debe conservarla; pero si el orden establecido es malo, ¿porque considerar fundamentales unas leyes que le dificultan ser bueno? Además, en buen derecho, un pueblo siempre es dueño de modificar sus leyes, aun las mejores, pues si le place hacerse el mal, ¿quien tiene derecho a impedírselo?
La segunda es la relación de los miembros entre sí o con el cuerpo entero, relación que debe ser en el primer caso tan exigua y en el segundo tan extensa como sea posible, de manera que cada ciudadano se sienta en perfecta independencia con respecto a los demás y en completa dependencia con arreglo a la ciudad, lo cual se consigue siempre por los mismos medios, ya que sólo la fuerza del Estado puede causar la libertad de sus miembros. De esta segunda relación nacen las leyes civiles.
Puede considerarse siempre una tercera especie de relación entre el hombre y la ley, a saber: la que existe entre la desobediencia y el castigo, la cual hace posible el establecimiento de leyes penales, que en el fondo no son sino la sanción de todas las demás.
A estas tres clases de leyes hay que agregar una cuarta, la más importante de todas, que no se graba ni en el mármol ni en bronce, sino en el corazón de los ciudadanos, y que es la que forma la verdadera constitución del Estado, y que, adquiriendo todos los días nuevas fuerzas, reanima o reemplaza a las leyes que envejecen o decaen; que conserva en el pueblo el espíritu de su institución y sustituye insensiblemente la fuerza de la costumbre a la de la autoridad.
Hablo de los usos, de las costumbres y, sobre todo, de la opinión, parte desconocida por nuestros políticos, pero de la cual depende el éxito de todas las demás leyes; parte de la cual se ocupa en secreto el legislador mientras parece limitarse a confeccionar reglamentos particulares, que no son más que el arco de ese edificio, cuya imperturbable clave la construyen lentamente las costumbres.
Entre estas diversas clases, las leyes políticas, que constituyen la forma de gobierno, son las únicas relativas a mi verdadero problema.




2 comentarios:

Mitos y Leyendas: El Origen de la Vida dijo...

Magnificos apuntes, son de gran ayuda para la carrera, gracias por compartirlos. :D

Anónimo dijo...

ahi esta todos los dos libros no resumen